Día3
Mi cestillo todavía desprendía olor a canela y a manzana, casi deseaba detenerme en mitad del camino y partir uun trozo de tarta. Hacía frio, pero no había viento, ni lluvía, ni nieve; era un reposo hecho para mi. Agradecí a los dioses la tregua y eché a correr por la senda que bajaba hasta el pueblo. Crucé el lavadero y subí la cuesta. Nadie salió a recibirme, ni a nadie esperaba encontrarme. Enfilé la calle, pues no era al pueblo a donde yo me dirigía, más allá: donde comenzaba el extenso bosque y las montañas y a sus pies, rindiendo pleitesia; la casa de la vieja Nara. Esperaba que no fuese demasiado vieja para una luna más.






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